Por Elías Pino Iturrieta
Chávez lanzó su proyecto para el dominio de las altas casas de estudios cuando estaba en la cumbre de su autoridad, anunciando la construcción de una patria dorad que sería asiento de un paraíso socialista que encontraría el entusiasmo y el aval de las nuevas generaciones. La gran influencia que ejercía lo llevó a buscar métodos deleznables que disfrazó con el antifaz de la participación de la comunidad y que pocos rebatieron con el énfasis que merecía, porque el proponente tenía la sartén por el mango y oponerse a sus planes no solo era temerario, sino también capaz de provocar la calificación de retardatarios o reaccionarios para los que se atravesaran en el camino.
De allí que llegara a promover la reforma del claustro universitario, para que la elección de las autoridades académicas y la composición de los organismos de cogobierno no dependiera solamente de los profesores y de los estudiantes, como establecía la sensatez de la Ley de Universidades, sino también del personal administrativo y obrero. Pese a la arbitrariedad, a la mezcla inadmisible de intereses y de entendimientos que podían distorsionar el objetivo intelectual de las instituciones, la sociedad, debido al poder del promotor del batiburrillo, miró para el otro lado. No sucedió así en el campus, cuyos miembros fundamentales, es decir, los catedráticos y sus discípulos, se negaron a aceptar la distorsión. Como sabían, por lógica elemental, que democracia y academia no congenian necesariamente, sino que más bien suelen ser antípodas, mantuvieron las fórmulas de elección vigentes hasta la fecha o evitaron la tropelía mezclada con disparate fraguada por el comandante que cambiaba la cristina por el birrete.
El asunto tiene más detalles, entre otros la asfixia económica que de inmediato se decretó contra las universidades autónomas y numerosos hechos de violencia llevados a cabo por pandillas oficialistas, pero ahora solo se quiere llamar la atención sobre cómo ha vuelto al centro de la escena un plan original de ataque que fracasó cuando se quiso estrenar, pero a cuyo segundo debut invitan el usurpador y sus secuaces. Se puede entender que no quieran salirse del carril diseñado por el «comandante eterno», pues son uña y carne del mismo autoritarismo y de la misma ignorancia sobre procesos de pedagogía e investigación científica, pero que lo intenten en su hora de mayor mengua no deja de provocar asombros. Lo que no pudo hacer el supremo cuando se regodeaba en la plenitud de su supremacía, trata de concretarse por la acción de un régimen depreciado por la sociedad, desprestigiado por sus incompetencias y corruptelas.
Lo cual puede significar que todavía se sienten con fuerzas suficientes para el continuismo, o para burlarse paladinamente del diálogo que dicen aceptar con los factores de la oposición, para emborrachar la perdiz mientras el destino les procura un segundo aire. Y así ya estamos frente a un asunto que sobrepasa la acometida contra las universidades, para plantearnos reflexiones de mayor calado que obligan a mirar con otros ojos los desafíos de una lucha que ya va para vieja y que puede tropezar con escollos inesperados.