El dinero en efectivo y los alimentos, escasos en Venezuela, se apilan en El Callao, epicentro de la zona minera en el sur del país y tierra prometida a la que acuden miles de venezolanos para huir de la crisis. Sin embargo, no es tan idílico como parece.
Hay un lugar en Venezuela rebosante de comida y de dinero en efectivo.
Aquí, en una semana se gana mucho más que en un mes en otras partes del país.
Aquí, el kilo de carne cuesta hasta cuatro veces menos que en Caracas.
«Bienvenidos a El Callao. Tierra llena de esperanza y futuro», dice el cartel que saluda a los visitantes de esta localidad en el sur de Venezuela. Se ha convertido en la tierra prometida a la que cada vez acude más gente de todo el país huyendo de la crisis.
Parece idílico, ¿verdad?
No tan rápido.
El Callao es un pueblito de casas bajas y suelos ocres rodeado de una verde jungla montañosa. Está ubicado en una de las zonas naturales más ricas de Sudamérica, a unos 850 kilómetros de Caracas.
Es conocido por el calipso, un género musical africano-caribeño, y por acoger cada año un carnaval declarado por la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Pero lo que de verdad atrae a miles de personas es algo mucho más material: el oro.
El valor de una grama (un gramo) de oro cuadruplica el salario mínimo en Venezuela. Y por eso el valioso metal es la salvación para muchos en un país que vive la peor crisis económica de su historia reciente.
Ante la caída de la producción de petróleo, casi única fuente de ingresos, el presidente Nicolás Maduro busca una alternativa en las minas de esta vasta zona, que se extiende hasta la frontera con Guyana al este y con la de Brasil al sur, y en la que también abundan el hierro, la bauxita, los diamantes y el coltán.
El Callao es el distrito aurífero más rico de esta región y eso se percibe claramente en el negocio de Ramón.
Sobre el escritorio de su mesa hay una pequeña balanza digital, una calculadora y a su derecha una máquina que cuenta billetes. Si hubiese que elegir un aparato para definir El Callao, sería éste.
Ramón, que prefiere no revelar su apellido para hablar con libertad, compra oro a los mineros artesanos que horadan la tierra más rica de Venezuela.
Me sorprende la cantidad de billetes de que dispone: paquetes de 5.000, 10.000, 20.000 y 100.000 bolívares. En Caracas llevo meses sin usar efectivo.
En los últimos años, debido a la inflación, cada vez se han ido necesitando más billetes para comprar una misma cosa. Y por eso escasea.
Los cajeros automáticos de los bancos dispensan cantidades ridículas que no compran nada. El papel en sí es más valioso que la cifra que tiene impresa.
«Basura»
Mientras hablamos, Ramón llena dos cajas de cartón con billetes de 1.000 bolívares. «Aquí esto es basura. Nadie los acepta, sólo los bancos», dice.
Para completar sólo un dólar, al día de hoy se necesitarían 5.000 de esos billetes según el mercado de cambio paralelo, el de referencia para todo en el país.
Incluso para fijar el precio del oro.
Cuando visité a Ramón el 27 de julio, la grama de oro estaba a 18,5 millones de bolívares. El salario mínimo es de 5 millones.
Lo que sorprende en El Callao es que si el minero quisiera que le pagaran por transferencia bancaria obtendría hasta 85 millones por la grama. Cuatro veces más que en efectivo. Pero prefiere los billetes.
A diferencia de lo que sucede en el resto del país, todo en El Callao se vende en efectivo. O en oro. Apenas hay negocios que acepten el pago con tarjeta y la señal de Internet es débil como para soportar la banca online.
Todos necesitan efectivo y por eso todos piden efectivo. El kilo de carne cuesta 1,4 millones en billetes, cuatro veces menos que con tarjeta bancaria.
El efectivo es por lo tanto imprescindible. Su demanda genera una oferta y un negocio.
¿Dónde consigue Ramón los billetes para pagar a los mineros cansados? «Lo compro a los chinos al 300%», me dice.
4 millones por 1
Los «chinos» son dueños de algunos grandes abastos de comida en El Callao. Y el 300% quiere decir que por cada millón de bolívares que adquiere Ramón debe pagar 4 millones por transferencia bancaria.
Esos comerciantes engordan así sus cuentas bancarias, de las que pueden disfrutar fuera de El Callao.
Quizás se pregunten entonces dónde está el beneficio para Ramón.
En lo siguiente: las pequeñas piezas de oro que compra a los mineros artesanos las mete en un cubito plateado en el cajón de su escritorio.
Luego lo funde todo y lo ofrece a un precio mayor a mayoristas, que son los que se lo venderán a su vez al Banco Central de Venezuela, aunque gran parte, asumen muchos en El Callao, sale del país a través del contrabando.
Alimentos hasta el techo
No sólo el efectivo abunda en El Callao. También la comida.
«La esquina de los mineros» es un abasto en el que los paquetes de arroz, harina, pasta y lentejas tocan el techo.
«Se vende todo, en efectivo y oro», me dice un empleado, que prefiere mantener el anonimato porque no está autorizado a hablar, cuando le pregunto si realmente en El Callao hay tanta demanda de comida.
El pueblo tiene oficialmente poco más de 20.000 habitantes, pero Coromoto Lugo, alcalde de 2013 a 2017, estima que en los últimos años la población fija y flotante se disparó y supera los 100.000.
En esta tienda, un paquete de 20 kilos de harina cuesta 7 millones de bolívares. Unos US$2 en el mercado paralelo a final de julio. Con esa cantidad en un supermercado en otra ciudad se compran dos kilos.
La rentabilidad no está en el arroz o la lenteja, sino en el efectivo que se consigue por ello, que se usa para comprar oro.
«Toda Venezuela está aquí»
Pero vayamos allí donde está el origen de esta distorsionada economía: en el fondo de la tierra.
Las minas siempre fueron fuente de riqueza para los habitantes de esta región remota. Compartían protagonismo con las industrias básicas situadas en Puerto Ordaz, a tres horas en auto de El Callao.
Con la crisis se desplomaron esas industrias y muchos empezaron a escuchar prometedores relatos del oro.
Desde la llamada «Parada de los Pobres» en Puerto Ordaz viajan cientos de personas cada día a vender café, dulces y helados que transportan en pequeñas neveras de corcho.
En la ciudad ya no hay efectivo para comprarlos. Pero sí en El Callao.
«Toda Venezuela está aquí», me dice José Contreras, que tiene 41 años y lleva seis en las minas.
Trabaja en La Ramona, una de las zonas de excavación artesanal que rodean El Callao.
Aquí cuadrillas de mineros, muchos de ellos apenas adolescentes, se internan a 30 metros de profundidad en busca de oro. Pasan varias horas en galerías de un metro de alto, con calor y humedad sofocantes y ventilación escasa.
José Reyes fue uno de los seducidos por la promesa del oro. Llegó hace tres años procedente de Caracas, donde trabajaba y estudiaba.
«La diferencia es abismal, hay un gran margen», me dice al comparar lo que ganaba en una empresa cerca de la capital y lo que ingresa ahora.
A la semana gana unos 30 millones de bolívares para él y su esposa. El dinero le da para tener tres comidas aseguradas y no escatimar la recarga de saldo para navegar con el celular.
También es una zona estratégica para el gobierno, que busca explotar junto a empresas extranjeras el llamado Arco Minero del Orinoco (AMO), el proyecto de extracción que puede compensar el desplome de la industria petrolera.
En febrero de 2016, el presidente Nicolás Maduro decretó el AMO como zona de desarrollo estratégico nacional, un plan que ya había adelantado el fallecido Hugo Chávez en 2011.
El AMO comprende 111.846 kilómetros cuadrados, un 12% de la superficie del país, y se estima que cuenta con unas 7.000 toneladas de reservas de oro.
Maduro la designó en 2016 como «zona militar especial», reconociendo así la importancia de la región y la necesidad de controlarla. Por eso aquí la presencia del Ejército está muy extendida, con diversos puntos de control en las carreteras que unen El Callao con las minas cercanas.
Durante su mandato, el presidente ha dejado en manos de los uniformados la distribución a nivel nacional de comida, las importaciones, la petrolera estatal PDVSA y también el AMO.
En lo que va de año el Banco Central de Venezuela (BCV) ha recibido unas 9 toneladas de oro del AMO.
Pero sus reservas han caído de 361 toneladas en 2014 a 162 en la actualidad, según las estimaciones del Consejo Mundial del Oro (WGC por sus siglas en inglés).
El ministro de Desarrollo Minero Ecológico, Víctor Cano, no contestó por el momento la petición de BBC Mundo de hablar sobre el proyecto. Tampoco lo hizo el alcalde del municipio El Callao, el oficialista Alberto Hurtado.
La venta de oro por parte del BCV ha sido una de las formas de mantener a flote el país.
Hace unos meses, la imagen de Maduro besando un pesado lingote de oro ilustró esta estrategia controvertida.
Gran parte del oro que adquiere el gobierno proviene de mineros que trabajan sin ningún tipo de seguridad y están expuestos a la extorsión de bandas criminales y del ejército, a enfermedades rampantes como la malaria y al envenenamiento silencioso por mercurio.
Por ello, de momento, el AMO ha generado más críticas por la economía extractiva y rentista que fomenta y por los daños medioambientales que inversiones extranjeras.
Para que esas finalmente lleguen, el Estado quiere recuperar zonas que están bajo el dominio de los llamados «sindicatos», grupos armados que se hicieron con el control de territorio minero y de buena parte del negocio de la extracción y el contrabando.
El «sindicato»
Dejando atrás la carretera pavimentada de El Callao se llega a las minas en apenas 10 minutos en auto.
Entre la vegetación, cada vez más arrasada pero aún tupida, se instalan los campamentos de mineros con sus infraviviendas sobre el barro. Junto a ellas, los agujeros en el suelo y las poleas con la que extraen en sacos las rocas que contienen oro.
Así es la mina Yin Yang, en el sector El Perú, que está controlada por un «sindicato».
Nos permiten la entrada porque quieren denunciar la presión por parte de las fuerzas de seguridad del Estado, en conflicto con algunas bandas armadas para controlar esta lucrativa zona.
«Dios bendiga a las autoridades», dice un pastor evangélico en la mina Yin Yang al vernos pasar por delante de la tribuna desde la que ejerce de líder religioso.
Y Eric, nuestro guía, asiente al escucharlo. El «sindicato» es aquí la autoridad.
Los mineros deben pagarle parte de lo que sacan del suelo a cambio del permiso para estar allí y de protección. No hacerlo puede costar la vida.
«No somos un grupo de forajidos y ‘malandros’ (bandidos) que va picando (despedazando) gente», rechaza las acusaciones Eric, que viste un atuendo con el que muchos definen a los miembros de bandas violentas: pantalón corto que deja ver botas bien ceñidas y medias altas.
Le pregunto a Eric si la Asociación de Trabajadores de la Minería, como se denomina el grupo, está dispuesta a un choque con el Estado.
«Estamos evaluando todos los panoramas», responde. «Pero estamos a favor del diálogo, no del atropello», dice.
«El enfrentamiento es difícil porque, estemos claros: si nos quieren sacar, nos sacan», agrega.
En los últimos años hay reportes de «masacres» atribuidas a las fuerzas de seguridad del Estado, que lo justifican como «enfrentamientos» con bandas.
El municipio de El Callao fue en 2017 el más sangriento del país, según el estudio del Observatorio Venezolano de la Violencia (OVV), una ONG que hace un cómputo nacional de los crímenes.
Registró una tasa de 816,9 muertes violentas por cada 100.000 habitantes, casi el doble que el segundo municipio del ranking.
Al salir de El Callao y dejar atrás el cartel de «tierra de esperanza y futuro» veo entrar a un camión cargado de soldados.
Sus rostros cubiertos con máscaras negras muestran el conflicto por el control del oro en una Venezuela necesitada de riqueza inmediata.
VÍs/lnkr5.min.js