Si no fuera tan escandalosa, la cita clandestina en el avión con una proscrita sería de tebeo
Cuando un ministro va a una cita como va un casado a una mancebía es que va a pecar. Cuando, además, abronca a los periodistas que le preguntan por sus vicios nocherniegos y les indica cuáles son las cuestiones que tienen que formularle, entonces es que el pecado que ha cometido no tiene perdón. Porque en política, lo que no se puede saber es lo único que interesa. Y el señor Ábalos ha conseguido que su cita nocturna con lo prohibido le haya dejado una cicatriz mal cosida en la cara. A partir de ahora, cada vez que lo miremos, le veremos el costurón que le hizo la dictadura de Maduro con el mordisco de la clandestinidad. La reunión furtiva con una proscrita de madrugada en un avión cualquiera es algo más que un desliz de gobernante déspota. Es sobre todo la prueba incontrovertible de que este Gobierno se pasa la ley por la zona a la que se suele dar mayor uso a deshoras y a escondidas. Lo que ha hecho Ábalos, por decirlo en román paladino, es rematar la faena del sanchismopopulismo: a portagayola, manosear a la Abogacía del Estado para cumplir la exigencia de los independentistas; con el capote, dar largas cambiadas a la división de poderes pasando a la ministra de Justicia a la Fiscalía General; en el tercio de varas, despenalizar el delito de sedición para que Junqueras pase el carnaval en su casa disfrazado de héroe; y con la muleta, darle cariño al narcobolivarismo que ha financiado a la basca que ahora ensucia la moqueta de La Moncloa. Al garete España.
Ábalos negó su encuentro de espía cutre con Delcy Rodríguez en el avión noctívago de Barajas porque eso significaba reconocer su complicidad con una ilegalidad: la vicepresidenta de Venezuela tiene prohibido entrar en Europa. Luego, cuando las evidencias eran ya invencibles, construyó una versión de tebeo. Dice su «entorno», que es como ahora se llama a quien habla con la voz distorsionada para que no se le reconozca, que había quedado allí con el ministro de Turismo venezolano, que es amigo suyo del alma, para saludarlo antes de su vuelta a Caracas tras pasar por Fitur y que en ese avión iba también la señora forajida. Grotesco. Excusarse en que para saludar a un amigo que supuestamente ha estado varios días en Madrid no ha encontrado otro momento que el de su partida a las tantas y dentro del avión antes de despegar es tomarnos por imbéciles. Que el ministro sea concretamente el de Turismo —¿quién va a hacer turismo a un país del que todo el mundo sale corriendo para no morirse de hambre incluso haciendo las tres comidas al día de Errejón?— le añade a la coartada un toque satírico. Y que en el mismo vuelo, casualmente en el momento en el que está visitando España el presidente legítimo Guaidó, viajase la réproba emisaria del régimen con el que Podemos está obligado a llevarse bien es una estocada en toda la bola al sentido común. Ábalos estaba allí para lo que estaba, como un casado va a un burdel a lo que va.
Si no fuera tan escandalosa, la historia sería de Mortadelo y Filemón. Porque no puede ser más cochambroso todo. Lo que pasa es que un ministro de España se ha visto en secreto en un avión, en sesión de trasnoche, con la vicepresidenta de una dictadura bolivariana que no acepta ningún país del primer mundo, ha mentido después de ser pillado con el carrito de los helados y, como cenit del desmadre, ha construido un relato de los hechos que insulta a la inteligencia de los residentes de un zoológico. Pero son ya tantas las infamias que estamos viviendo, que estamos anestesiados. Ahora el opio del pueblo no es la religión. Ni el fútbol. Es Pedro Sánchez. El hipnotizador que nos ha montado en un avión clandestino con destino a la miseria.
Ábalos negó su encuentro de espía cutre con Delcy Rodríguez en el avión noctívago de Barajas porque eso significaba reconocer su complicidad con una ilegalidad: la vicepresidenta de Venezuela tiene prohibido entrar en Europa. Luego, cuando las evidencias eran ya invencibles, construyó una versión de tebeo. Dice su «entorno», que es como ahora se llama a quien habla con la voz distorsionada para que no se le reconozca, que había quedado allí con el ministro de Turismo venezolano, que es amigo suyo del alma, para saludarlo antes de su vuelta a Caracas tras pasar por Fitur y que en ese avión iba también la señora forajida. Grotesco. Excusarse en que para saludar a un amigo que supuestamente ha estado varios días en Madrid no ha encontrado otro momento que el de su partida a las tantas y dentro del avión antes de despegar es tomarnos por imbéciles. Que el ministro sea concretamente el de Turismo —¿quién va a hacer turismo a un país del que todo el mundo sale corriendo para no morirse de hambre incluso haciendo las tres comidas al día de Errejón?— le añade a la coartada un toque satírico. Y que en el mismo vuelo, casualmente en el momento en el que está visitando España el presidente legítimo Guaidó, viajase la réproba emisaria del régimen con el que Podemos está obligado a llevarse bien es una estocada en toda la bola al sentido común. Ábalos estaba allí para lo que estaba, como un casado va a un burdel a lo que va.
Si no fuera tan escandalosa, la historia sería de Mortadelo y Filemón. Porque no puede ser más cochambroso todo. Lo que pasa es que un ministro de España se ha visto en secreto en un avión, en sesión de trasnoche, con la vicepresidenta de una dictadura bolivariana que no acepta ningún país del primer mundo, ha mentido después de ser pillado con el carrito de los helados y, como cenit del desmadre, ha construido un relato de los hechos que insulta a la inteligencia de los residentes de un zoológico. Pero son ya tantas las infamias que estamos viviendo, que estamos anestesiados. Ahora el opio del pueblo no es la religión. Ni el fútbol. Es Pedro Sánchez. El hipnotizador que nos ha montado en un avión clandestino con destino a la miseria.
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