Hermanos venezolanos: perdónennos nuestras ofensas.
Mi padre era un invasor. Vino desde su natal Tarma a los 16 años a invadir la capital. Aquí conoció a mi madre, que, si bien había nacido en Lima, era la hija de dos invasores. Mis abuelos maternos eran un aijino y una huarmeyana, es decir, una pareja de serranos ancashinos, dato este que a mi padre le encantaba traer a colación cada vez que trataba de convencerme –y convencerse– de que él no era tan serrano en realidad, que si bien había nacido en la sierra por azares del destino, el papá de su mamá apellidaba Porta y había sido un probablemente blanquísimo invasor italiano.
Con eso quería demostrar que mi mamá –limeña- era más serrana que él porque sus dos papás eran serranos, así que él se preciaba de ser algo así como un nieto de inmigrantes europeos acholado por accidente, una especie de prosciutto di Tarma. Pero el espíritu invasor de mi querida familia no queda allí. De los ocho hermanos que tenía mi mamá, cuatro se fueron del país en la década del 40, cuando eran apenas unos jovenzuelos veinteañeros. Darle estudios universitarios a una prole numerosa era imposible para los abuelos, así que el mayor decidió liar bártulos y partir gracias a una providencial beca de estudios y, poco a poco, fue animando a sus otros hermanos a imitarlo en su lucha por encontrar un lugar donde poder, por fin, construir todos los sueños que aquí lucían inviables. Y antes de que las estrecheces fueran a convertirse en pellejerías, otros hermanos de mi madre fueron siguiendo, uno por uno, el mismo rumbo. A lo largo de las tres décadas que siguieron, ya la mitad de la familia había emprendido el raudo vuelo hacia aquella tierra prometida, ese país maravilloso lleno de gente jovial y hospitalaria, repleto de riquezas y futuro. Fue así que la mitad de mi familia puso en marcha el minucioso plan que culminaría con la exitosa invasión de Venezuela.
Una vez levantado el campamento y porque, como dice el Antiguo Testamento, no es bueno que el hombre esté solo, cada uno de mis invasores tíos comenzó a formar su propia familia allá. El maestro Javier, invasor mayor, se casó con la señorita Loreto, dueña de casa, venezolana. Óscar, el veterinario, se casó, a su vez, con la señorita Schwartz, una invasora judía alemana que escapó en 1937 con su madre luego de que esta escuchara a un oficial del Tercer Reich que pasaba frente a su casa referirse a su hija con un piropo escalofriante: “¡Oh, qué hermosa niña para el Führer!”. Judith, también maestra, se casó con el señor Frideberg, invasor letón que había huido a Alemania Oriental en medio del espanto de la Segunda Guerra y de allí, en 1948, a Nueva York, decidido a establecerse en el país latinoamericano que estuviera más cerca, al que fuera más barato llegar. Y Washington, el último de mis tíos en aterrizar en Maiquetía, lo hizo del brazo de Julia, distinguida invasora huancaína. Fue así que once de mis treinta primos del lado materno nacieron como resultado de este feliz mestizaje caraqueño de La Victoria con Berlín y Letonia, de este pequeño presagio de lo que, años más tarde, durante la dictadura militar de Velasco, la hiperinflación de García, el fujishock o los años de la masacre con Sendero Luminoso y el MRTA, sería el gran éxodo de los peruanos –ahora sí– desesperados: perseguidos políticos, desplazados por la violencia, empobrecidos, paupérrimos o sencillamente aterrorizados. La gran invasión de peruanos en Venezuela. Esa invasión de la que ahora preferimos no acordarnos.
He usado la historia de mi propia familia –que debe ser muy parecida a la historia de muchísimas familias peruanas y de todos lados– para intentar demostrar algo que en cualquier parte del mundo pero, muy especialmente en este país, me parece una verdad esférica, impajaritable: todos somos migrantes. O hijos o nietos o bisnietos de migrantes. Nadie es cien por ciento de aquí, nadie es químicamente puro limeño ni mucho menos puro peruano. Todos tenemos corriendo por nuestras venas un cóctel de muchas sangres, todos somos un poco forasteros, un poco polizontes, un poco refugiados. Esta semana, cuando he asistido a la infame lluvia de insultos y agresiones múltiples que están sufriendo nuestros hermanos, repito y subrayo: nuestros hermanos venezolanos en el Perú, me ha invadido una profunda vergüenza. Una vergüenza que no es ajena sino mía porque también formo parte de este país. Y cuando he intentado decir algo en su defensa, me han llovido los insultos y las agresiones también a mí, pero poco importa pues tengo la ventaja de que aquí vivo y estoy más que acostumbrado al artero cargamontón, nada de lo cual significa que vaya a quedarme callado. “Los venezolanos nos quitan nuestro trabajo”. Tal es el argumento que parece haber desencadenado toda esta ridícula histeria xenofóbica, ¿verdad? Veamos. La amarga vendedora de agua de manzana siente su existencia amenazada por la sonriente vendedora de tisana porque dice que tira los precios al suelo, porque se pone pantalón corto, porque es linda y tiene mejores piernas que ella y que parece que vende otra cosa. El enfadado vendedor de pan con pollo se siente en jaque por la irrupción en el mercado del impecable y dicharachero vendedor de arepas con pinta de actor de telenovela. Y, como en la cancha pierden con estrépito, la única solución que se les ocurre es: ¡Regrésense a su país! Sean ustedes bienvenidos al maravilloso mundo de la libre competencia, compatriotas. Si les molesta su éxito, supérenlos. Simplemente háganlo mejor. Fin de la discusión. La noche del viernes entrevisté a quien debe ser el vendedor de limonada más culto del mundo, Oswaldo Barco, un productor y realizador de televisión que, como otros miles, ha llegado huyendo de la tiranía asesina de Maduro para invadirnos. Oswaldo está, obviamente, sobrecalificado para ser ambulante, pero no le queda alternativa. Y lo hace con una sonrisa porque está contento de haber logrado escapar, de tener libertad, de seguir vivo. No lloriquea. No se lamenta de que sus capacidades estén ahora tan desperdiciadas como las de todos aquellos taxistas abogados, médicos e ingenieros que tuvimos en nuestras calles hasta hace poco. Al dolor de haber dejado a la familia, a la pena de estar tan lejos de casa, a la pesadumbre de sentirse en casa ajena y tener que depender de la bondad de los extraños, al horror de ver lo que queda de su país ardiendo en llamas a lo lejos, Oswaldo antepone la humildad de una fe. La fe en que todo esto pasará, de que estos días aciagos son solo un paréntesis, de que –a diferencia de todos esos miserables que lo insultan– él tiene una vida a la que, un día, podrá por fin regresar.
Por: Beto Ortíz.
Vía Infovzla.com